El gobierno da de sí, producto de sus limitaciones: intelectuales, de experiencia, de independencia. De dignidad.
Tenemos una conducción diplomática vacía. Provinciana. Incongruente. Vacilante.
Peligrosa.
Estamos aislados. Se ofendió a países amigos como Panamá y Perú; se enfrió a la Unión Europea, —conflictuados con España, Austria y el Vaticano— y hay una confrontación con Estados Unidos.
La respetada imagen nacional en el exterior está hecha polvo.
Las embajadas están repletas de afectos o desechos. Ahí está Esteban Moctezuma en Washington; Josefa González (cesada por frenar un avión comercial para que le esperara) en Inglaterra; Blanca Giménez (ex directora de Conagua: resígnense a las inundaciones porque ahí les tocó vivir) en Francia; Quirino Ordaz (quien no supo cómo el cártel de Sinaloa movilizó en su estado a cientos de hombres de armados para liberar a Ovidio Guzmán) en España. O bien, los amigos de la esposa del presidente: Pedro Salmerón, Jesusa Rodríguez o Eduardo Villegas Megías, nominado nada menos que a la embajada en Rusia, por su experiencia diplomática de (agárrese) haber sido asistente de AMLO en la jefatura de Gobierno de la Capital.
El abuso fue apechugado en silencio por el Servicio Exterior (aclaro: no los juzgo, el hambre es canija).
El desastre provocado se hizo visible tras la invasión a Ucrania: El presidente pensaba plegarse a Rusia, abandonar la tradición diplomática mexicana y tirar el prestigio del país a la basura.
Por eso, a 12 horas de la invasión, fue incapaz ya no de condenar al agresor, sino de siquiera mencionarlo. Al canciller no le quedó más que seguir la cantaleta de que México es un país de paz. De paz, sí, pero no eunuco.
El embajador mexicano ante la ONU, Juan Ramón de la Fuente, ni siquiera estuvo en la sesión de emergencia el día del ataque. Obedeció al día siguiente en no condenar a Rusia y cantinfleó sobre porqué bajo la Constitución no podía hacer lo que, al otro día, hizo en el Consejo de Seguridad, aunque ya instalado en el ridículo.
Querían respaldar a Rusia, pero no pudieron. Los apretó Estados Unidos, los exhibió la embajadora ucraniana y los repudió la opinión pública.
Los principios constitucionales en política exterior —las doctrinas Carranza (autodeterminación y solución pacífica de conflictos) y Estrada (no reconocimiento de gobiernos) han sido el escudo de dignidad, inteligencia e independencia nacionales ante el mundo.
Recién expedida la Doctrina Estrada, Pascual Ortiz Rubio ordenó condenar la invasión de Japón a Manchuria.
Cárdenas (¡oh, tan adorado, pero tan ignorado!) envió nada menos que armas y municiones a España en favor de la República.
Isidro Fabela condenó la anexión de Austria por Alemania ante la Sociedad de Naciones en 1938.
Con ambas doctrinas en plenitud Manuel Ávila Camacho entró a la Segunda Guerra Mundial en el bando aliado y Ruiz Cortines dio asilo a Jacobo Árbenz tras el golpe de estado en Guatemala.
Con ellas, López Mateos se opuso a la expulsión de Cuba en la OEA y repudió la instalación de misiles nucleares soviéticos en la isla. Fue digno, valiente e inteligente. Cuando gestionaba que EU regresara el Chamizal a México, Kennedy le preguntó:
—¿Cuánto cuesta?
—Soy Presidente de México, no agente de bienes raíces—, fue su respuesta. No obstante, después, en la misma visita, se comprometió: “Puede confiar que siempre le cuidaré la espalda”.
No sólo honró su palabra en la Crisis de los Misiles: fue la plataforma para que su canciller, Alfonso García Robles armara los acuerdos de Tlatelolco para la desnuclearización de Latinoamérica y ganara después, por ello, nada menos que el premio Nobel de la Paz.
Con los mismos principios constitucionales, el presidente Echeverría rompió relaciones con el Chile de Augusto Pinochet y López Portillo con la Nicaragua de Somoza; se reconoció a la guerrilla salvadoreña, la independencia de Belice, se condenó la invasión de Granada y la de Panamá, ambas por Estados Unidos y la anexión de Kuwait por Irak.
Los principios constitucionales han sido siempre nuestra espada y escudo; hoy son madriguera.
Antes se privilegiaba el interés nacional. Hoy, la ideología.
Se tenía un fino sentido de los equilibrios internacionales. Hoy, la tosquedad del dislate.
Antes, respaldábamos revoluciones. Hoy a los tiranos.
López Obrador ha dicho siempre que su política exterior es la interior. Por ello se ha aliado con las dictaduras cubana, nicaragüense y venezolana. Rumiando por los rincones, admira a Putin.
Más claro, ni el agua.
@fvazquezrig