Al entrar al bar “El Pirata”, Polo Gardoqui echó un vistazo a las primeras mesas y no vio a ninguno de sus amigos, así que se aproximó a la barra y le gritó al hombre que atendía:
–¡Hey, Chino! ¿No ha llegado la palomilla?
–No, todavía es temprano, apenas van a dar las diez.
–Es cierto. Bueno, invítame un vodka tonic para ir abriendo boca.
Polo se sentó en la barra y cuando el Chino le trajo su bebida, le comentó:
–Oye, Gardoqui, ¿ya viste a la chiquita que está sentada en la mesa de allá, junto a la rockola?
–Uy, si es cierto... No se ve nada mal, ¿verdad? ¿La conoces?
–No. Es la primera vez que la veo por aquí y creo que viene sola porque ya lleva rato, deberías caerle.
–No, Chino. Ya te dije que me caso con Verónica en tres meses y yo ya no ando para eso.
–Ay, no seas payaso...
–¡Cállate! –interrumpió Gardoqui–. ¡Más discreto, que viene para acá!
En efecto, la mujer caminó hasta la barra y ya que estuvo frente a ellos, dijo:
–¿Polo? ¿En verdad eres tú? ¡Eres inevitable!
–¿Liza? Por Dios santo, ¿qué haces aquí? Años sin verte y mira dónde vengo a encontrarte, ¿apoco estás viviendo en Veracruz?
–Sí, me vine a vivir al puerto con mi hermano Rogelio, ¿te acuerdas de él? Y con mis papás, pero ¿por qué no vamos a mi mesa y seguimos platicando? ¡Este encuentro hay que festejarlo!
Al ir caminando, Polo recordó cuánto amó a Liza, había sido su novia en el bachillerato y era por demás divertida y ocurrente. Nunca se explicó por qué terminaron. Simplemente un día llamó a casa de Liza y ella ya no estaba. Bueno, ahora tendría tiempo de preguntárselo.
–¿Cómo es que no te había visto en “El Pirata”, Liza? Me reúno todos los jueves con mis amigos de la universidad aquí.
–No tengo idea. Desde que llegué de Puebla, vengo a “El Pirata” seguidísimo, mas ¿a quién le importa? Lo maravilloso de esta casualidad es que estamos juntos; por cierto, no has cambiado nada, bueno, sólo que ahora estás más guapo...
Polo rió con nerviosismo y las dudas de su mente fueron bloqueadas por un nubarrón que sólo le dejaba ver lo perfecta que lucía: el cabello negro y ondulado le cubría un poco el rostro y se descolgaba hasta caer con suavidad sobre sus senos. El vestido, ajustado hasta la cintura, se abrazaba con fiereza al comienzo de sus caderas y luego volaba libremente por sus piernas; exactamente como a él le gustaba. Liza usaba aún el mismo perfume y el delicioso aroma evocó en él los intensos trances de pasión que vivieron juntos. Finalmente, sus labios carnosos, rojos y vibrantes tan solo requirieron de un primer roce para terminar seduciéndolo.
Pronto abandonaron el lugar y se encontraron haciendo el amor justo en el mismo apartamento que Polo había comprado para compartir con Verónica ahora que se casaran.
–Polo –dijo Liza–, verte fue algo excepcional, espero que nos sigamos frecuentando.
Polo, sentándose en el borde de la cama, agachó la cabeza. En verdad, en su interior, no se perdonaba el haber traicionado a su prometida, así que resignado contestó:
–Lo siento Liza, eso será imposible. Estoy a punto de casarme. Creo que lo de hoy fue un grave error. Perdona, debí decírtelo antes de traerte aquí...
–No, no digas nada. Si hicimos el amor fue porque ambos lo deseábamos. Para mí fue maravilloso volver a sentir dentro de mí... –Liza titubeó por un segundo y tras un llanto cortado, continuó–: ¡al hombre que más he amado en mi vida!
–¡No sigas, te lo ruego! –dijo Polo abrazándola–. ¡Tú también sabes cuánto te amé, pero ahora lo mejor será no volver a vernos!
Durante las siguientes semanas, Polo evadió lo más que pudo las insistentes llamadas de Liza; sin embargo, no pudo ignorar el último recado que le dejó en la contestadora. Liza tenía que verlo de inmediato. El motivo era más que evidente.
–¡Liza, Liza! ¿Cómo pudiste quedar embarazada? ¡Me dijiste que te cuidabas con pastillas!
–Lo siento, Polo. Tenía tanto tiempo sin relaciones que había suspendido los preservativos y jamás imaginé que en esa noche... ¡Perdóname! Además, Polo, aunque te amo y agradezco a Dios la dicha de poder llevar dentro de mí un hijo tuyo, sólo quería que estuvieras enterado. Yo me haré cargo y estaremos bien, no te preocupes, no te molestaremos –terminó de decir Liza anegada en llanto.
–No. Eso jamás. Tú bien sabes que soy un hombre cabal y afrontaré mi responsabilidad. Mi educación y principios me obligan. Hoy mismo le explicaré lo sucedido a Verónica y romperé mi compromiso. Tú y yo nos casaremos, si también es tu deseo, claro, y formaremos una familia con nuestro hijo.
–¡Oh, Polo! ¡Me haces tan feliz! –dijo Liza abrazándolo–. Su rostro expresaba la inmensa gratitud de una mujer que instantes antes se sentía desamparada, a la deriva, y ahora amada, protegida y con un futuro cierto.
El pequeño Andy nació fuerte y vigoroso, a pesar de haberse adelantado casi dos meses.
Aunque lo intentó hasta el cansancio, ni por un minuto Polo pudo dejar de pensar en Verónica, y veía en la mirada de Andy el milagro más grande de la vida, pero a la vez, el motivo que lo separó del amor más puro y noble, el de Verónica.
Sus jueves de “El Pirata”, los tuvo que cambiar por rondas de póker que jugaba con su cuñado Rogelio y otros amigos de él. Rogelio nunca fue de su agrado. Era un tipo que tomaba de más. Polo pensaba que era a causa de que, a sus apenas cuarenta años de edad, había enviudado en dos ocasiones. Debía ser terrible perder a una esposa y a Rogelio le había pasado dos veces.
La noche de ese jueves, los invitados se marcharon un poco antes de lo previsto porque a Rogelio se le pasaron las copas y terminó dormido en la mesa, sobre un triste par de nueves. Polo los despidió y, antes de irse, cargó a Rogelio para recostarlo en su habitación. En el trayecto, del bolso de su cuñado cayó su cartera. Polo la recogió y la guardó en el cajón del buró, sin embargo, al abrirlo, se topó con unos documentos que llamaron su atención. Después de hojearlos quedó impactado al descubrir que casualmente las dos ex esposas de su cuñado contaban con seguro de vida, los cuales habían sido cobrados por Rogelio. Extraña coincidencia.
Polo guardó los papeles y abandonó rápidamente el apartamento. Le pareció muy sospechoso y pretendía comentárselo a Liza, pero se contuvo ante el temor de que se pusiera mal con la noticia.
Un par de meses después, al llegar a su hogar, Liza lo interceptó:
–Gordo, ¿te pido un favor enorme? ¿Podrías ir a casa de mis papás por Andy? Se lo llevaron a pasear y quedé de recogerlo a las dos, pero ya se me hizo tardísimo para mi cita con el modisto. Polo tocó el timbre de casa de sus suegros y le abrió la sirvienta.
–Hola, señor Polo. Pase usted. Los señores no han llegado, pero no deben tardar.
–No te preocupes, Lourdes, los espero.
Apenas habían transcurrido unos cuantos minutos cuando nuevamente sonó el timbre.
–¡Yo abro, Lourdes! –gritó Polo pensando que serían sus suegros, sin embargo, era un mensajero.
–Buenas tardes, señor –dijo el joven–. ¿Se encuentran los señores Murillo Robles?
Polo quiso decirle que estaba equivocado, que ahí no vivían los señores Murillo Robles, pero el joven continuó: –Mire –dijo mostrándole una carpeta–, traigo sus dos membresías para el Club Campestre, aquí están sus credenciales; sólo firme sobre la línea, por favor. Polo quedó estupefacto al ver que las credenciales portaban las fotografías de sus suegros, pero bajo otra identidad. No dijo más, firmó y entró a la casa. Por unos instantes tuvo mucho miedo; sabía que no podía dejar las cosas en duda, así que, sacando valor, su instinto lo condujo hasta el estudio del papá de Liza. Husmeó sus documentos y encontró la llave del cajón principal. Al abrirlo, simplemente no pudo creer lo que vio. Sus suegros no sólo vivían bajo una identidad falsa, sino que, según los papeles, ¡ya habían fallecido y también se cobraron sus seguros de vida! Prueba contundente era el fólder que contenía las actas de defunción, junto con el pago de las aseguradoras.
Justo al salir del estudio llegaron sus suegros. Polo los saludó con la mayor naturalidad posible. Tomó a Andy, les agradeció el paseo y se marchó a toda prisa. Esta vez sí se lo diría a Liza. Tenía que saberlo, seguramente sus padres estaban coludidos con Rogelio. Contaba con las evidencias y Liza debía creerle.
Cuando se lo dijo, lloró amargamente. “¡No puede ser! ¡Es imposible!” Se repetía.
Como las pruebas eran contundentes, le rogó a Polo que huyeran de todo, que la llevara a vivir fuera de Veracruz. Tabasco sería un buen lugar para comenzar de nuevo.
Hicieron los preparativos y antes de partir, Liza le dijo a Polo:
–Mi amor, adelántate en el auto, por favor. Para mí esto es muy difícil. Quiero llevar al pequeño Andy a que vea por última vez a sus abuelos. No les diremos nada. Será una despedida silenciosa, ¿me comprendes? Por la tarde te alcanzaremos en la camioneta, ¿okay?
–Está bien, te entiendo. Me voy, estoy justo de tiempo para llegar antes que la mudanza. Chao, amor.
Polo tomó a gran velocidad la carretera y al sentirse ya un poco alejado, preocupado por Liza, le marcó a su teléfono, pero su número sonó ocupado.
Efectivamente, Liza hablaba con un tal Rolando. La voz masculina le decía en un tono poco cortés que el trabajo estaba hecho. De un momento a otro, el carro de Polo se quedaría sin frenos y ninguna compañía aseguradora podría comprobar que fue intencional, como en las otras ocasiones. Era el trato. Si no sucedía así, simplemente no llegaría a las manos del hombre, el cheque de finiquito que ahora Liza guardaba en el mismo fólder en el que estaba el seguro de vida de Polo.
Liza prendió un largo y delgado cigarrillo. Tomó de su ropero el vestido negro que tanto le gustaba. Al pasar por la cama de su pequeño hijo lo observó mientras dormía y le murmuró: “bueno, Andy mío, creo que llegó el momento de que conozcas a tu verdadero padre, o quizá será mejor buscarte uno nuevo, ya veremos...” continuó comentándole con una voz convincente y maternal. Mientras, el humo de su cigarro viajaba formando unas hermosas ondas que se perdieron por la ventana del jardín.