El ataque iraní con misiles balísticos contra Israel el pasado 1 de octubre marca un nuevo capítulo en la compleja tensión de Oriente Medio. Alrededor de 180 misiles fueron lanzados por Irán, la mayoría interceptados, según fuentes israelíes. Esta acción, el segundo ataque masivo de Irán a Israel, tiene consecuencias que van más allá de lo inmediato, envolviendo a las potencias en un tenso juego de poder.
La Administración Biden, en un esfuerzo por evitar una escalada militar entre Israel e Irán, ofreció un "paquete de compensación" que incluye apoyo diplomático y asistencia militar adicional si Israel se abstiene de atacar objetivos iraníes. Este intento de mediación evidencia la preocupación estadounidense por mantener la estabilidad regional, pero también la incapacidad de ejercer control total sobre sus aliados. “Israel siempre tiene en cuenta la opinión de EE.UU., pero hará lo necesario para proteger a sus ciudadanos”, declaró un alto funcionario israelí, reafirmando que las decisiones sobre su seguridad no serán dictadas por terceros.
Este escenario se torna aún más complejo con la intervención de Hezbolá, que, sin esperar respuesta al ataque iraní, lanzó cohetes contra el norte de Israel, apuntando a una base militar al sur de Haifa. La falta de una respuesta inmediata por parte de Israel podría interpretarse como debilidad, pero también como una maniobra calculada para evitar un conflicto a gran escala. Mientras tanto, las tensiones crecen dentro de Israel, donde las autoridades han iniciado investigaciones sobre el fracaso del sistema de defensa "Cúpula de Hierro" para interceptar proyectiles.
Este ajedrez político-militar tiene implicaciones más allá de las fronteras de Israel e Irán. La participación del comandante del Mando Central de EE.UU., Michael Kurilla, en las reuniones que Israel mantiene sobre la respuesta a estos ataques, señala el alto grado de involucramiento estadounidense en la estrategia militar israelí. A su vez, la declaración del representante adjunto de la Guardia Revolucionaria de Irán sobre la posible reconsideración del uso de armas nucleares resuena como una amenaza para la estabilidad regional.
Mientras las potencias juegan sus movimientos con cautela, queda claro que cualquier error podría desatar una reacción en cadena con consecuencias imprevisibles. La región está sumida en una paradoja: todos reconocen el peligro de la guerra, pero ninguno está dispuesto a dar un paso atrás. La postura de Israel de “posponer la represalia” sugiere que se está midiendo no solo la capacidad de respuesta militar, sino también el impacto diplomático y económico que tal acción podría desencadenar.
En este contexto, el precio del petróleo se convierte en un indicador crucial. Con el riesgo de que Irán cierre el estrecho de Ormuz, el crudo podría superar los 100 dólares por barril, afectando la economía global y complicando aún más el tablero geopolítico. Esto añade presión a la ecuación, ya que cualquier escalada podría tener ramificaciones económicas que afectarían no solo a los actores directos del conflicto, sino también al resto del mundo.