Las investigaciones en marcha contra Donald Trump revelan con nitidez el riesgo que corrió la más potente y antigua democracia del mundo.
Los testimonios de una gran cantidad de personas han dejado en claro que Trump era un ignorante megalómano, inestable y ambicioso.
Es un peligro para Estados Unidos y, por serlo, para el mundo.
Trump, en su soberbia, no admitió su derrota electoral. Inventó la patraña de un fraude. Usó el poder de la presidencia para presionar a autoridades locales a fin de inventar votos. Presionó a su vicepresidente para anular la elección. Trató de manipular a las fuerzas armadas y, peor: instigó un asalto contra el Congreso el día de la calificación de la elección.
Pese a todo, fracasó.
¿Por qué?
Primero, porque no tenía una mayoría popular.
Pero, segundo, y esto es central: porque hubo una serie de funcionarios que se opusieron y se le enfrentaron.
Subrayo: funcionarios de su gobierno.
La resistencia institucional de un grupo de gente decente y patriota impidió un colapso.
El Fiscal General le advirtió claramente que no existía fraude alguno. El consultor jurídico de la Casa Blanca le expresó que no había bases para impugnar la elección.
El Jefe del Estado Mayor le dijo que las fuerzas armadas no trabajaban para preservar su poder, sino la Constitución. A esa visión se le sumó nada menos que la directora de la CIA, quien alertó a las fuerzas armadas de que Trump instigaba un golpe de Estado de derecha.
El Secretario de Estado sostuvo reuniones telefónicas diarias, secretas, con el Jefe de Gabinete y el Jefe del Estado Mayor para impedir un quiebre institucional.
El vicepresidente se negó en redondo, pese a presiones brutales, a violar la Constitución y anular la elección como podía desde Senado. Podía, pero no era lo correcto.
Ahora, esas mismas instituciones le están tendiendo un cerco legal.
Trump pagará por sus excesos y acaso por sus delitos.
Pero la lección ahí queda: las democracias se sostienen por instituciones, por leyes, por procedimientos, sí, pero sobre todo por personas dignas y con coraje para enfrentar al presidente y entender que ser servidor público es estar con el país, no con el jefe en turno.
Los servidores públicos juran guardar la Constitución y defender la integridad de la nación. Su más alto deber es resguardar el interés público.
Para ello, se requiere preparación, independencia, carácter y valentía.
Cuando los gobiernos se integran por personas así, las naciones se sobreponen a las más duras adversidades.
Cuando no, colapsan.
Una lección que, para nosotros, no debe pasar inadvertida.
@fvazquezrig