La condena a García Luna es más que una sentencia: es una radiografía de un cuerpo invadido de tumores que le roban la vida.
Nadie debe sorprenderse de nada.
La penetración del Estado y su posterior cooptación vienen de décadas.
La extinta DFS pasó de ser brazo ejecutor de guerrilleros a protector de narcos. En el camino, figuras como Arturo Durazo, Florentino Ventura o Miguel Aldana hicieron fama siniestra por ser criminales con charola.
Rafael Caro Quintero escapó a Costa Rica en las narices de autoridades portando una placa de esa corporación.
Del asesinato brutal de Enrique Camarena y Alfredo Zavala se destapó una cloaca de protección de las corporaciones policiacas al Cártel de Guadalajara y luego a la federación de cárteles que urdió Miguel Ángel Félix Gallardo. Ahí se comenzó a enredar también con mayor intensidad a núcleos castrenses.
La DFS tuvo que ser disuelta por el presidente Miguel de la Madrid cuando su director, Antonio Zorrilla, fue involucrado —y luego sentenciado—por el asesinato del columnista Manuel Buendía. Presuntamente, su ejecución habría sido ordenada porque el columnista había hallado los nexos de la policía, el narco y la CIA.
En los años posteriores comenzó a involucrarse cada vez más al ejército en temas de seguridad pública, pero quedó claro, periodo tras periodo, que el poder del crimen crecía al amparo de redes de protección centralizadas. La violencia golpeó a la opinión pública con hechos de alto impacto: la ejecución del Cardenal Posadas Ocampo y la detención del General Gutiérrez Rebollo son dos ejemplos.
Luego vino un cambio cuántico.
En el año dos mil ocurrieron dos fenómenos. Uno geopolítico y el otro nacional.
Ese año comenzó el Plan Colombia, que metió de lleno a Estados Unidos en el combate contra los cárteles en ese país. Se bloquearon rutas y la producción y logística se movió hacia México.
Al mismo tiempo, vino la primera alternancia. El foxismo permitió que se construyera un sistema feudal, en donde los señores eran los gobernadores. Se perdió la centralización y se desperdigó por todo el territorio nacional el control de cárteles y bandas. Los gobernadores pasaron a ser los protectores y beneficiarios. El crimen comenzó a sufragar campañas y, a cambio, a controlar gobiernos. Se pasó de ser protegidos a patrones.
Y llegó Calderón.
Encontró, en efecto, un país en descomposición. Para remediarlo, lanzó a la policía y a las fuerzas armadas a una guerra que no acaba. El jefe del esfuerzo era García Luna.
La estrategia, de acuerdo al secretario de Gobernación a la sazón, Fernando Gómez Mont, se hizo sin diagnóstico. No se calibró el efecto de lo que se inició. Los expertos de la comunidad de inteligencia de Estados Unidos advirtieron los riesgos de lanzar una ofensiva simultánea contra todos los cárteles. También, los riesgos enormes de exponer a las fuerzas armadas en esa tarea.
Hoy se sabe que el súper policía era un narco.
No hay forma de soslayar el daño que se hizo al país. La información sobre los vínculos sospechosos de García Luna y su entorno, de sus abusos y excesos, se conocía desde entonces. Se publicó. Se expuso. Hoy se condena.
Luego vinieron los abrazos que significaron, en los hechos, la claudicación del Estado en su tarea más elemental: proteger a las y los ciudadanos.
El resultado de este largo proceso es la entrega del territorio nacional al crimen. Su extensión y diversificación.
La condena a García Luna es la condena al Estado mexicano.
Hoy estamos en el inicio, ojalá, de algo nuevo.
Se requiere, con urgencia, de una operación de gran calado que corte el nudo gordiano de las redes de protección, o de subordinación, de la autoridad hacia el crimen. El nuevo gobierno debe hacerlo sin titubeos, y hacerlo pronto.
Es eso, o perderemos al país.
@fvazquezrig