Parte I, la oscuridad.
¿Por qué muchos de los grandes tuvieron que sufrir desafortunadas tragedias? Casi parece un requisito para alcanzar esos niveles de gloria. Van desde las enfermedades hasta las pérdidas de los seres queridos. Stephen Hawking con esclerosis lateral amiotrófica, enfermedad progresiva que afecta a las neuronas motoras del cerebro y la médula espinal; la sordera de Beethoven; Van Gogh recluido en un psiquiátrico con alucinaciones, ataques epilépticos, ideas delirantes, hasta el punto de cortarse la oreja izquierda; el premio Nobel de economía, John Nash con esquizofrenia; Alan Turing, conocido por descifrar la máquina Enigma en la Segunda Guerra Mundial, al ser descubierto que era gay, fue juzgado por «indecencia grave y perversión sexual» y condenado a la castración química de su cuerpo motivo por el cual decidió quitarse la vida envenenado al morder una manzana con cianuro; Isaac Newton nunca conoció a su padre; Simón Bolívar perdió a sus padres siendo muy niño; Charles Darwin a su madre a los 8 años; el padre de Bill Clinton, el expresidente de EUA, falleció cuando Clinton estaba a punto de nacer, además su madre lo abandonó.
Pero sobre todos ellos, el caso de hoy no tiene parangón, rebasa cualquier realidad, cualquier ficción, de lo que el destino se puede ensañar con un ser humano y, sin embargo, su trágica lección es tomada de manera positiva.
Es la historia de Viktor Emil Frankl (1905- 1997), sobreviviente de un campo de concentración nazi y narrada en su libro El hombre en busca de sentido. Como nos relata José Benigno Freire en el prólogo (este Andares recupera las palabras de Freire) todo sucede en Viena, corren los años 40s. Frankl proviene de una familia de origen judío que empezaba a superar las penurias económicas gracias a sus nuevos ingresos. A ese remanso hogareño se unió la feliz boda con la joven Tilly Grosser (diciembre de 1941), también judía de origen. Cuando inicia la persecución nazi, Stella, la hermana de Frankl, huyó a Australia. El hermano intentó una salida hacia Italia como refugiado político, pero fue descubierto por los servicios de seguridad y lo deportaron, junto a su mujer e hijos, al campo de Auschwitz, y allí murieron. Frankl logró obtener una visa para llevarse a su esposa, en ese momento embarazada, a EUA y es cuando se le atraviesa una de las grandes encrucijadas de su vida ya que irse significaba dejar a la deriva a sus padres y ello planteó a Frankl una grave duda de conciencia: «¿Cuál era mi responsabilidad? ¿Ocuparme de mi obra o cuidar de mis padres?». Tras profundos titubeos optó por dejar vencer la visa. Fue una decisión heroica, aunque él lo cuenta con sencilla naturalidad: «Evidentemente el campo de concentración fue mi real prueba de madurez. No estuve obligado a presentarme —hubiese podido escapar de ello y emigrar a tiempo a Norteamérica—». Por supuesto, al dejar caducar el visado a Estados Unidos sucedió lo previsible: unas semanas después la familia Frankl fue deportada.
Frankl fue llevado al campo de concentración Auschwitz, ese nombre evocaba las mayores atrocidades: cámaras de gas, hornos crematorios, el exterminio. Los horrores del nazismo en Auschwitz incluían un promedio de seis cadáveres diarios y en donde «solo poseíamos la existencia desnuda». Al igual que la mayoría de los prisioneros, experimentó el shock del internamiento, con su correspondiente desplome del ánimo, a lo que vino a sumarse la ausencia de su mujer, embarazada de su primer hijo (los nazis no permitían dar a luz a las mujeres judías por lo que fue forzada a abortar), la muerte de su padre, tras una horrible agonía, y la despedida de su madre en el campo de Theresienstadt, con el convencimiento de verla por última vez, ya que no había superado la selección, por lo que entró directamente en las cámaras de gas de Birkenau. Después se confirmó la muerte de su mujer.
Una pérdida más, esta vez material, pero de gran valía para Frankl, fue que en dos o tres minutos destrozaron su trabajo y sus investigaciones de años: aquel libro en el que había depositado tantas esperanzas.
Parte II, la luz.
El 27 de abril de 1945 por fin llegó la liberación. Poco a poco fue recuperándose. “Los que aún estábamos con vida teníamos razones para la esperanza: la salud, la familia, la felicidad, la capacidad profesional, la fortuna material, la posición social”. Esta nueva situación le permitía soñar en la boda con Eleonore Katharina, que se celebraría a mediados de 1947. Al año siguiente ganó la Cátedra de Neurología y Psiquiatría en el Ateneo Vienés y, a continuación, se doctoró en Filosofía.
A partir de la década de los cincuenta la actividad y el prestigio profesional de Viktor Frankl en Austria y Europa central crecen de forma gradual y progresiva. En la década de los sesenta el nombre de Viktor Frankl alcanzó resonancia mundial.
Por la novedad de sus aportaciones psicológicas y la fama de orador brillante, es reclamado en infinidad de foros de todas las latitudes. Desde esa fecha los datos documentados de su currículum resultan abrumadores: treinta libros publicados, casi todos traducidos, al menos, a cuatro o cinco idiomas; cerca de doscientas invitaciones de distintas universidades en treinta y cuatro países; Presidente de la Sociedad Médica de Psicoterapia de Austria; alienta y preside los nacientes institutos y fundaciones de logoterapia erigidos en los cinco continentes; director del Instituto de Logoterapia de la Universidad de San Diego (California) y profesor visitante de Harvard, Stanford, Pittsburgh, Philadelphia, Dallas. Recibe la prestigiosa distinción de «Doctor Honoris Causa» por veintinueve universidades.
Parte III, la obra, El hombre en busca de sentido.
La biografía de Frankl, como la de los grandes hombres, se sustenta en la paradoja de los contrastes: tanto en la naturalidad con que asume sus éxitos como en la fortaleza para superar los fracasos; eligió la catarsis como terapia. Para ello decidió refundir en un escrito las atrocidades vividas en el campo, suponiendo que al verbalizarlas liberaría su pesada carga emocional. Y así nació la idea de este libro. Tres secretarias, por turnos, transcriben taquigráficamente el torrente de pensamientos dictados por Frankl quien, de vez en cuando, rendido y conmovido, se sienta en una silla y llora. En nueve días la obra estaba concluida. El libro procura «responder a la pregunta: ¿Cómo se veía afectada la psicología del prisionero por el día a día en un campo de concentración?».
En sus dos primeros intentos fracasó. Tras un tercero, el libro salió al mercado con el título Man’s Search for Meaning (El hombre en busca de sentido). El comportamiento del libro cambió de signo y la obra encontró lectores de forma paulatinamente arrolladora. El éxito de esta edición fue deslumbrante: A partir de ahí se convirtió en un éxito mundial, ya que la obra se ha traducido a cerca de treinta idiomas. Ese giro comercial también manifiesta la paradójica relatividad del éxito: de haber sido calificado de «libro enfermo» a ser declarado por la Library of Congress, en Washington, como uno de los diez libros de mayor influencia en Estados Unidos en el siglo XX. El mismo Frankl aseguró en 1992 que El hombre en busca de sentido había vendido en Estados Unidos más de nueve millones de ejemplares en setenta y nueve ediciones.
Por la mesura de sus juicios y la sutileza de su pluma, Frankl consigue infundir ganas de vivir al contar la bestialidad humana de la vida en el Lager «campamento». Describe los acontecimientos con la imparcialidad de un testigo, jamás se arroga la posición de juez. «Vale la pena leerlo todavía, porque no destila ni una gota del resentimiento o del espíritu de venganza, y ni siquiera del sadomasoquismo habitual en este tipo de literatura» (Joan Baptista Torelló). En definitiva, El hombre en busca de sentido es un libro sabio, admirable y sorprendente. Incluso, Frankl tenía la intención de publicar el libro anónimamente, firmarlo sencillamente con su número del Lager. Prisionero No. 119.104.
Reflexiones finales.
Lo ven amigos, hay mucho de esta gran historia con lo que nos podemos quedar. Unas últimas reflexiones del libro nos dicen: “El sufrimiento, en cierto modo, deja de ser sufrimiento cuando encuentra un sentido”. “Cada hombre, incluso en condiciones trágicas, puede decidir quién quiere ser —espiritual y mentalmente— y conservar su dignidad humana”. Dostoyevski escribió: «Solo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos». Las palabras de Nietzsche «quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo». «Todo lo que no me destruye me hace más fuerte».
Y yo, en lo personal, me quedo con: “Los hombres ilustres siempre recomienzan, y eso los convierte en admirables e imitables”.
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