Comenzaba a acostumbrarme a deambular por las mañanas semiinconsciente con ese diluvio de imágenes de su silueta desnuda sobre las sábanas, el cabello alborotado y los labios apretados como buscando seguir besándome. Y es que después de hacerle el amor sin tregua, desbordada como yegua brava, caía sin fuerzas, para quedar profundamente dormida. Ante esa escena, era imposible que yo conciliara el sueño. Ni loco. Prefería seguir buceando entre los lunares de su espalda, besando sus pompis. Cantándole romances. Extasiándome con mi propia bella durmiente.
Sublime hembra. Pero más que su belleza adoraba la forma de entregarse, de compartir juntos el goce de los cuerpos enredados, sus brazos estrujando mis costillas y los besos tan refrescantes, tan sin prisa, explorando cada palmo, apretando, liberando, hechizantes.
Mientras estábamos juntos, no sabía si cerrar mis sentidos y dejar que el placer de tenerla me transportara al nirvana, o fotografiar desde al ángulo de su montículo, los grandilocuentes pechos erguidos, la quijada tensa, las venas del cuello amenazando con reventar, sus quejidos convertidos en gritos rítmicos que desgarraban el crepúsculo al tiempo que sus uñas de loba herida se encajaban en mi espalda.
El amor es un enfermo terminal que se ha quedado sordo, ciego, sin cordura, no se reconoce ni a sí mismo, mucho menos le importa. Sin embargo, vive una agonía feliz porque se alimenta del único sentido que le queda, el gusto. Y con ese le basta. Es probable que muera hoy mismo, aunque eso tampoco de nada servirá porque está tan extraviado pensando en su amada, que seguramente no lo notará. El amor es un enfermo terminal que habita en mí.
Vaya embrujo. Cuando no estaba conmigo, al recostarme por las noches tan sólo pensaba en su boca húmeda hambrienta de mí, en su olor a rocío de pradera, en el oleaje de su cintura fundiéndose en su plano vientre... y con ese pensamiento me quedaba dormido, ¿para qué? para soñar con ella las escenas más eróticas, pero humanas, tangibles, vividas. Al despertar, era mi primer pensamiento, esta vez veía su linda carita sonrojada, ese aire travieso que le daba el hoyuelo de la mejilla y los ojos cansados pero agradecidos por haberla colmado de tal noche de pasión.
Después, mientras se volvía a arrastrar entre mis sábanas para amarrarse a mí como una gigantesca boa, pronunciaba mi nombre suavecito, una vez, otra vez, miles, hasta terminar susurrándolo en los confines de mis labios.
Frente a su ventana, cada atardecer, un par de gorrioncitos pecho amarillo se apostaban mirando justo donde se divisaba una ligera abertura en sus persianas. Oculto en el viejo edificio de la esquina, los miraba, y la envidia me carcomía. Las aves cantaban felices, seguro, ante el espectacular escenario. Podía imaginarla aún modorra de la siesta, con su generoso negligé negro que dejaba asomar la mitad de sus caderas, en esa celestial pasarela rumbo al baño.
Ya más tarde, al sentirse resguardada por la oscuridad, cada velada salía arregladita de fiesta, pero de su regreso, eso sí que inmolaba mis entrañas pues jamás se sabía nada.
Fue entonces que me convertí en su espía y comencé a vigilar sus pasos sin el menor reparo. No me importó casi perder mi trabajo y me volví un experto de su calendario... mas no de sus actividades y eso me destrozaba. ¿En qué lugar, ante que ojos ofrendaba su belleza? ¿Con quién reiría a carcajadas y entonaría a José José hasta escasear la última gota de su copa? Bien lo decía el Maestro Manuel Alejandro “es que amar y querer no es igual...” ¿Qué boca quedaría hipnotizada bajo el influjo de sus lengüetazos de opio? ¿Sobre qué cuerpo dejaría rociada la fragancia de su piel? ¿Qué nuevas sábanas quedarían arrugadas ante el frenesí de sus manos aferradas pidiendo no parar? ¡Qué feliz hombre deambularía como sonámbulo la mañana siguiente recordando el diluvio de imágenes de su silueta desnuda!
¿Por qué, mujer? Por qué tu cruel comportamiento me orilla a pensar que debo iniciar por aceptar lo evidente: eres una perdida. Aun así, estoy seguro que soy capaz de perdonarte y borrar tu peor tempestad, cualquier tiniebla, todos los fantasmas de tu pasado. Ya sé que el mundo entero me lo dice, pero pierde cuidado que yo defenderé tu imagen, la limpiaré a toda costa. ¡Ya sé que también mi conciencia me lo grita! Aunque tiene que entender... jamás podré amar a nadie como a ti, jamás. ¿Y si me dejas llevarte lejos? ¿Mucho más allá de donde el necio eco de las voces que te juzgan pueda llegar? ¿Y si empezamos una nueva historia juntos, desde ceros? ¿Y si me das la oportunidad de hacerte feliz, de colmarte de regalos, de cuidar que nunca falten flores en tu mesa? ¿De inventarte una nueva caricia cada madrugada? ¿Y si me dejas llenarte de paz? ¿Y si...?
Ella en mí es omnipresente, es una fuerza inevitable y aun teniendo este cuchillo en mis manos, ignoro dónde debo clavarlo. ¿En un corazón ya de por sí muerto? ¿En un cerebro que sólo piensa en ella? ¿En estos pulmones que respiran de su boca? ¿En un estómago que se alimenta de su amor? ¿Cómo podría borrarla si se encuentra en cada átomo de mi ser? Un millón de cuchillas hallarían tan sólo una ínfima parte de ella en mí.
Su piel, ¿ya les he hablado de su grácil piel? ¿De su impresionante suavidad? ¿El tono, la lozana textura? ¿Su temperatura perfecta? ¿La energía que irradia? ¿De cómo su aroma parece haber hurtado todas las flores del verano? ¿De lo que es tenerla recostada a mi lado y poder recorrerla a placer cual diosa complaciente que sabe qué dar para que su brebaje permanezca invencible por los siglos de los siglos? Es una droga que me vuelve víctima de mis propios antojos.
Maldita diosa del amor... ¡Qué bendita eres!
Yo sé que, si algo idolatraba, sobre todo, casi casi como a los hombres, eran las joyas. Así que saqué los ahorros de años, malbaraté la esclava de oro herencia de mi padre y robé un par de monedas antiguas para comprar el anillo de compromiso más espectacular jamás visto y corrí... anhelaba encontrarla y ver sus ojos sorprendidos estallar en alegría. La divisé, allá muy en el fondo del muelle reconociendo su espléndido cuerpo con el vestido de flores que volaría por los aires si no fuera por los brazos del hombre que la sujetaba por el talle.
Caminé muy despacio a su encuentro. Su cabello bailaba tan libre como era ella dejando notas de jazmín y rosas por doquier. Por fin abrió los ojos después de un beso eterno. Su mirada iluminó el ambiente hasta detenerse en mí...
De esta manera fue como colisioné con mi destino. Lo que tanto buscaba, lo que cada instante me mataba, lo que todo mundo sabía, ahora lo tenía ante mis propios ojos. Y fiel a su estilo lo acariciaba apasionada, al fondo del muelle, debajo de una luna llena que seguramente su querido había comprado para ella. ¿Sería un viejo amante? ¿Una nueva conquista? ¿El tipo de la noche anterior? ¡Qué demonios importaba quién era él! El caso es que esa imagen de abrazo compulsivo, de beso urgente, no era más que una radiografía de su personalidad; ella era ella, así, sin más ni más, la eterna amante capaz de amansar a un ejército de hombres con tan sólo encender las brasas ardientes de sus muslos.
Jamás oyó mi andar. Cuando por fin abrió los ojos al cesar esos besos cargados de pócimas de amor, me descubrió y comenzó a llorar, desde luego no por el hecho de la traición sino por mi expresión. Mi profunda tristeza no era para menos. El fulano en turno, mucho menor que ella, por cierto, claro que no iba a batirse en duelo por una mujer de un día, así que huyó despavorido al ver mi pistola a escasos centímetros de su cabello revuelto.
Ella sollozaba ríos y a pesar de que mi arma apuntaba directo al corazón, nunca le prestó atención; consciente estaba de que sería incapaz de disparar, no por el acto de matarla sino porque jamás me perdonaría a mí mismo ver teñido su amado semblante, su venerado cuerpo, de rojo sangre.
Estremecido como colegial, chispeando rabia por los ojos, pero más enamorado que nunca, coloqué en su frágil dedo el anillo de compromiso, corté cartucho e hice lo que debía haber hecho desde el primer momento en que la vi –hermosa, llameante, iluminada–: coloqué el cañón debajo de mi barbilla y lo hice detonar.
El bufón destino quiso que cayera desplomado a sus faldas con la frente recargada a sus pies, tal cual los besara tantas veces. Paulina, como se mecieran las palmeras borrachas de Agustín Lara, con el pie columpió mi cuerpo hasta verlo caer en las apacibles aguas del mar de la luna de plata.
El sordo golpeteo de sus tacones sobre el muelle se fue ahogando poco a poco como si el tenue vientecillo, sumiso, se arrastrara a sus plantas para acallarlo. Su andar, destilaba poesía.
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