Una de las características generalmente observadas de esta era en la que nos ha tocado vivir, es la atomización de las sociedades al grado de provocar el aislamiento intelectual de sus integrantes.
Estamos más cerca que nunca el uno del otro solo a través de la liberación de endorfinas que liberan los likes y los retweets de cada frase definitoria que habla de nuestra felicidad, éxito, amor y superación personal.
Solo así parece que nos vinculamos, pues a la hora de opinar -sin fundamento ni información-, abrimos una brecha enorme que exacerba la soledad en la que en realidad vivimos pues el “Fairy Tale” de nuestras redes sociales solamente habita en nuestra febril imaginación.
Hay quien atribuye este aislamiento al neoliberalismo. Hay quien dice que es la era de la información. Hay quien habla de crisis de valores, del derrocamiento de las ideologías, el desmoronamiento de la iglesia católica, el placer por destruir el establishment.
Hay quien machaca culpas en ese que se ha convertido en fantasma amenazante de nuestros días: los millennials. Es decir, el cambio de paradigma generacional, los jóvenes generando ideas frescas y nuevas, como si jamás hubiesen existido jóvenes inquietos, revolucionarios, en fin, hasta los higadillos de la normalidad asfixiante, de un deber impuesto por la educación patriarcal.
Las causas seguramente son muchas y complejas, pero hemos sido educados para conformarnos, por más que vociferemos. Hemos sido programados para emitir nuestras quejas, aislarnos y dividirnos.
Nos hemos convertido en un aparato multi recurrente de monólogos al vacío, de descalificaciones por revancha o por envidia, de guerra social de guerrillas comunitarias.
La diferencia específica que rechaza la idea del común denominador. La idea de la bujía que piensa que puede aislarse de los inyectores de gasolina, del distribuidor, de la caja de velocidades, las llantas, los amortiguadores y en particular, muy en particular, el conductor del vehículo y sus pasajeros.
La descalificación como forma de vida, la revancha y el insulto, insisto, como manera de compensar carencias, frustraciones y fracasos. El epíteto como sucedáneo a la cultura, la solidez técnica, las ideas bien articuladas.
En fin, una programación de aislamiento que prevalecerá, lacerará y te destruirá hasta en tanto no decidas, con un par, romper el paradigma y hacerte pieza de un engranaje virtuoso que construya valor compartido y una plataforma común para que así, y solo así, en plena libertad seas lo que se te pegue la gana.
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