Con una puntualidad inglesa, el guardia comenzó su rondín por el pasillo de las celdas. Su tarea consistía en revisar que todas las puertas quedaran perfectamente cerradas y obligar a los reos a callar y apagar cualquier luz por débil que ésta fuera.
Al volver de la crujia, acostumbraba ir golpeando los barrotes con su macana. Los reos sabían que ese ritual no tenía cabida para ningún otro ruido ya que, hasta el susurro más sordo, era aplacado con sendos castigos; sin embargo, esa noche, un cuerpo se deslizó por la oscuridad y traspasando el brazo entre los barrotes, cogió la bota del celador y le dijo muy quedito:
–Por piedad señor, ayúdeme…
El guardia miró desde arriba al detenido y le dio lástima su deforme rostro. Apenas había sido ingresado al penal tres días atrás y como a casi todos los nuevos, los jefes de las bandas internas lo intimidaron propinándole tremendas palizas.
Acostumbrado a presenciar estas escenas con regularidad, el custodio ya no era tan impresionable y aunque se había vuelto frío e indiferente, se agachó para ver de cerca las heridas.
–Parece que te rompieron la nariz.
–Sí, eso creo, no puedo respirar.
–Mira, –le dijo el custodio sacando un par de aspirinas de su bolsillo–, tómate esto, estoy seguro que de algo te servirán; de todas maneras, este maldito dolor de cabeza jamás me deja en paz.
El reo se aproximó para tomar las pastillas y entre lo inflamado de sus pómulos, pudo observar al custodio con detenimiento y quedó tan asombrado ante lo que vio, que dio gracias a Dios…
–¿Benito? ¿Benito Othón?
–Sí. ¿Cómo sabes mi nombre?
–¡Hermano!, –respondió el reo casi como ante una aparición divina–, ¡soy yo! ¡El Flaco Junco! ¿Ya te acordaste de mí? Fuimos carnales desde chamacos.
–¡Claro! Tú eres el Flaco, hermano de… Benito no concluyó la frase y agachó el rostro, mas el Flaco de inmediato le completó:
–De Fabiola, Benito. La misma Fabiola que tanto te quiso.
–¡Eso es mentira! ¡Ella me abandonó sin ninguna explicación!
–Calma Benito, todo tiene una razón, te lo aseguro.
–¡Silencio! ¡Todos a dormir! –gritó un uniformado; tras la señal, Benito volvió a recargar la macana sobre los barrotes y continuó su andar.
La tarde siguiente, el Flaco interceptó a Benito en el patio central.
–¿Sabes, Benito? Hablé con mi hermana. Quiere verte. Claro, si tú no tienes inconveniente, ¿verdad? Dice que hay muchas cosas que aclarar. Pa´ mi que no te ha olvidado.
–No lo creo. Han pasado cinco años… pero dime, ¿por qué caíste en el reclusorio?
–Chale mano, te juro que no me arrepiento de lo que hice. ¿Te acuerdas del Calambres? Ese que era la pesadilla del barrio.
–Como lo voy a olvidar, si a mi me puso pinto; me mandó al hospital tres días. Todavía hay veces que cuando hago un esfuerzo grande, me duele aquí, justo en esta parte del costado… el muy maldito no paraba de patearme.
–Ya no me acordaba de eso, fíjate nada más. Bueno, pues el muy granuja se quiso sobre pasar con la Fabiola. La trepó a su taxi, la golpeó y ya cuando estaba a punto de violarla, unos amigos míos se dieron fijón y la ayudaron a escapar. Comprenderás que salí vuelto loco, mira que meterse con mi carnalita… lo esperé hasta la madrugada y ya te imaginarás… la policía dice que lo piqué más de veinte veces y ahora me quieren dar dos años por cada piquete.
–No la mueles, –dijo Benito poniendo su brazo en el hombro del Flaco–, ¿así es que mataste al Calambres por defender a Fabiola? Y con lo temido que era. Caray, eres muy valiente.
–Gracias, mano. Oye, y entonces, ¿qué? ¿Le digo a Fabiola? Viene a la visita de la próxima semana.
–No sé, Flaco, ya veremos.
Con el correr de los días, Benito fue suministrando algunos medicamentos y desinflamatorios al Flaco. Al llegar el día de la visita de Fabiola los golpes habían casi desaparecido.
–¿Qué me dices Beni? Quieres ver a Fabiola.
–No Flaco, creo que aún no estoy preparado. Esta vez habla tú con ella. Quizá después.
–Como veas mano, pero quisiera pedirte un gran favor, ¿podrías arreglar que pase, como si fuera mi esposa, a visita conyugal? Tú sabes, para poder platicar a solas y que los reos no la estén molestando…
–Ya vas, yo me encargo.
Benito no solo tenía influencias en el penal, sino muchos amigos, así que proteger a Fabiola para no ser molestada, fue sencillo.
Al pasar a la visita, intentó ocultarse para no verla, pero las ganas pudieron más y la observó de espaldas, con su cabellera negra cayendo a la espalda, caminando rumbo a los dormitorios conyugales. Aunque vestía pantalones holgados, pudo imaginar las celestiales piernas moreno claro que coronaban majestuosamente su figura al bifurcarse en el paraíso que tenía por nalgas. Las ganas de años de pensarla le bombeaban sangre al corazón a borbotones.
Al sonar la chicharra que indicaba el final de las visitas, acababa de oscurecer y nuevamente, a lo lejos, la vio retirarse; esta vez parecía triste, llevaba la cabeza gacha y el cabello sobre el rostro.
Cerca de las once de la noche, cuando Benito sabía que prácticamente todos los reos y custodios dormían, no pudo contenerse y fue a la celda del Flaco para saber que le había platicado su hermana. Le urgía tener noticias de ella… y si aún quería verlo.
La prisión estaba en penumbras y ahí, en el mero fondo, vio su cuerpo tendido.
–¡Flaco, Flaco! –Le llamó intentando que nadie lo escuchara.
El reo no contesto. Fatigado por la espera y la angustia, Benito se dejó caer hasta quedar sentado, recargado en la reja.
–¿Sabes, mano? –Continuó– yo siempre amé a tu hermana. Jamás podré explicarme que motivo tuvo para abandonarme, así no más, de la noche a la mañana. Estos años he tenido que vivir con un amor atorado en el buche que hay veces que no me deja ni respirar, y la duda, esa duda que mata…
Las palabras de Benito fueron interrumpidas por un sollozo muy suave.
–Flaco… ¿estás bien?
Benito no recibió respuesta, pero vio como el reo, sin dejar de llorar, se arrastró hacia él.
La oscuridad no permitía apreciar bien lo que pasaba, más de pronto, ya que lo tuvo muy cerca, una mano de dedos muy delgados, sujetó su brazo.
Benito quedó petrificado y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para que no se le escapara un grito de pánico. La que estaba frente a él, era Fabiola. Lucía el cabello muy muy corto tal y como lo tenía el Flaco.
–¡Fabiola! ¿Qué has hecho?
–¡Benito! ¡Mi amor! ¡Tenía que volver a verte! Mereces una explicación.
–Pero ¿y el Flaco? No me digas que…
Fabiola asintió con la cabeza y entonces Benito comprendió: la larga cabellera de Fabiola no había sido más que una peluca y el Flaco, aprovechando el gran parecido de los hermanos, había logrado huir del reclusorio bajo la identidad de Fabiola.
–Fabiola, ¿acaso estás loca? Una mujer no puede estar en esta área. Te imaginas si te descubren los reos. Corres un gran peligro.
–¡No me importa Benito! Decidí jugarme todo por ti. ¡Te amo, nunca pude olvidarte! Y hay cosas que debes saber…
–¡Qué! ¿Qué es? ¡Y como pudiste dejarme de esa manera!
–Benito, me fui por nuestro propio bien… el tuyo, el mío… ¡y el de nuestro hijo!
–¿Qué hijo? ¡Explícate!
–Como lo oyes, tu y yo tenemos un precioso hijo que nos está esperando. Se llama igual que tú, Benito. Aquella mañana, cuando supe que estaba embarazada, pensé que si mi padre o mis hermanos se enteraban, nos matarían a los tres… ¡tú sabes como son!
–Pero ¿por qué no me lo dijiste? ¡Yo los habría protegido!
–Olvídalo. Sé que hice mal y es por lo que estoy aquí, ¡no soporté más vivir sin ti y ver a mi hijo crecer sin su padre!
Benito la calló con un impetuoso beso. Luego se incorporó y caminó a toda velocidad por el pasillo. En breves minutos volvió y le ordenó a Fabiola:
–Ten. Ponte este traje. Es de custodio. Muy temprano, al amanecer hay cambio de guardia del penal. Tú vas a salir conmigo, ya lo verás.
–Benito…
–Ssshhh. Calla. No digas más.
Benito esta vez no sólo echó mano de sus amigos, sino que tuvo que sobornar hasta a dos custodios, pero bien valió la pena, la fuga se había consumado.
Al internarse en las calles, idearon el plan. Sabían que tendrían que actuar muy rápidamente para no ser atrapados antes de salir de la ciudad, así que Fabiola le propuso que él se adelantara a la estación del tren para comprar tres boletos a la frontera. Ella iría por su hijo y de inmediato lo alcanzaría. Fabiola lo despidió con un beso eterno y se separaron.
Al llegar a la estación del tren, Benito consiguió los boletos. El tren partiría a las once horas, suficiente tiempo para que Fabiola y su hijo lo alcanzaran. Se sentó a esperarlos soñando con la nueva y feliz vida que pronto tendrían, sin embargo, el enorme reloj blanco de la estación sonó las diez… y también las once. Su tic-tac era una verdad tan absoluta y dolorosa que hasta él la alcanzó a ver. Caminó a la orilla de las vías y contempló el vagón más próximo. Deseaba brincar ya, pero ese tren no saldría hasta dentro de cinco minutos. Cinco larguísimos minutos más que tendría para que las brasas que ardían en su interior terminaran de calcinarlo.
Del otro lado de la ciudad, el Flaco y Fabiola brindaban por un hijo que nunca existió y la fortuna de haberse topado, justo al ser descubierto y caer en la cárcel, con un gran amigo y amor de juventud. Después de todo, ¿de qué valdría la vida sin esos dos inapreciables valores: amor y amistad?
En un parque cercano, el Calambres dormía una apacible siesta en la banca de siempre.
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