México vive un momento de extrema gravedad. Es el momento de la unidad nacional, la reconciliación y la comunidad de propósitos.
Nadie, salvo la Jefa de Estado, puede convocar a una tarea semejante.
Las asechanzas son inmensas. Habrá dos realidades: antes y después del 20 de enero, cuando asuma su presidencia Donald Trump.
Hay un país ensangrentado y amplios territorios que tienen autoridad, pero no gobierno. La autoridad es el crimen organizado, que se ha apropiado, a decir de Estados Unidos, de al menos una tercera parte de los municipios. Hay estados completos —Sinaloa, Guerrero, Michoacán—en donde la ley está ausente.
Las finanzas nacionales crujen. Hay un esfuerzo desesperado por mantener los alfileres en un sitio. Difícil. La generación de empleo ha sido raquítica en el año. Apenas un tercio de lo que demanda la población. En noviembre, el IMSS reportó la pérdida de 17 mil patrones. El crecimiento es casi inexistente. Eso afecta los ingresos, pero el gasto no se frena. Al contrario.
La herencia que recibe la Presidenta Sheinbaum Pardo ha comprometido gravemente la relación bilateral con Estados Unidos.
Más allá de las inclinaciones ideológicas, se impone la realidad. Hay más de 3 mil kilómetros de frontera y una dependencia inmensa con nuestro principal socio comercial. Casi el 70% del gas y el 60% de la gasolina que consumimos viene de Estados Unidos. También la mitad del maíz.
En Estados Unidos viven unos 30 millones de personas de origen mexicano. 11 millones de mexicanos y unos 5 millones que están allá de manera ilegal.
Las deportaciones anunciadas por Trump —sin parangón desde Eisenhower— anticipan una presión humanitaria, de empleo, de servicios y de atención para todo el país.
De ahí la urgencia de que la economía se reactive, pero eso no sucederá sin certidumbre jurídica, estabilidad política e inversión privada.
El otro flanco preocupante es el escenario altamente probable de intervenciones armadas en el país. Al parecer, la decisión en Mar-a-Lago está tomada. El predicamento es la magnitud de la misma.
Nunca, desde la invasión de Veracruz y la expedición punitiva tras el ataque de Villa en Columbus, habíamos vivido algo así.
Un riesgo a nuestra independencia e integridad nacional.
La amenaza se cierne no sólo por un gobierno omiso durante años: también cómplice.
Precisamente por la magnitud de los desafíos requerimos un golpe de timón y un cierre de filas.
La base morenista es amplia y popular, pero no será suficiente para sortear la tempestad.
El nuevo gobierno debería contar con una estrategia que evite la crisis sistémica que se avecina. Para hacerlo, por su magnitud, requiere de la totalidad de la nación. No fue electo, como algunos creen, para gobernar al 60% del país. La única posibilidad es contar con el respaldo total de la población. Unido, el país puede levantarse -lo vimos en el sexenio de Miguel De la Madrid y luego en el de Zedillo. Desunido, viene el derrumbe y la tragedia nacional.
La historia enseña que el país dividido está perdido.
No es retórica. En el siglo XIX perdimos medio territorio, sufrimos una invasión por parte de Francia y la nación se desgarró en una guerra civil intestina.
Es momento de frenar la crisis que torna rasgos de terminal.
La buena política hace que se guarden las armas.
@fvazquezrig