Es un cliché actualmente. Ante cualquier encuentro social -de los actuales, por videoconferencia, pues-, que pasa por ese momento complicado de no saber qué decir, de buscar desesperadamente que se rompan los hielos de la comunicación con la pregunta ¿y tú, qué serie estás viendo?
Es una manera, en la sana distancia post moderna, de tantear terreno común ante situaciones embarazosas de silencios en reuniones de trabajo, citas amorosas por Zoom, sobremesas familiares de los domingos o matrimonios longevos extenuados por la convivencia intensa ininterrumpida.
Es probable -muy probable- encontrar la coincidencia, ya sea en las telenovelas de la vida de los narcos que por producirse en el extranjero se catalogan así, como series, o las de arrebatos y avatares de poder público, la vida en la cárcel o los asesinos en serie por Netflix, HBO, Amazon, o cualquier otra. La investigación criminal científica, los vengadores anónimos, los super héroes contra cíclicos y hasta las parejas chuscas que resuelven misterios indescifrables para los demás mortales.
Ahí parece estar el punto de unión entre las clases medias y las populares, probablemente en México, Colombia, Ecuador, y muchos más países de estas latitudes, en otras más lejanas. Un lazo que se actualiza en la vida rutinaria y azarosa de la metrópoli, echando mano de su servicio de WiFi gratuito o de paga -hoy por hoy sustituto del oro negro como motor de la humanidad- o de los discos que venden a la salida de alguna estación de transporte colectivo o como en la Ciudad de México sobre la acera del famosísimo Eje 1-Mosqueta, en el corazón de Tepito.
Es curioso, pero los enfurecidos embates a través de blogs, Twitter, Instagram, Facebook y demás redes sociales en los que parece ser irreconciliable la diferencia entre oficialistas y opositores, gobiernistas y ciudadanos, derechas e izquierdas, sureños y norteños, se difumina cuando todos posan sus ojos con atención ante la escena de la Casa Blanca de Frank Underwood, o la destreza y estilo de Horatio Cane en Miami Dade tumbando caña y desenmascarando criminales, de Aurelio Casillas manipulando agentes de gobierno.
Parece ser que a todos seduce la misma idea de éxito, de glamour, de justicia y de triunfo, pero que todos la apartan de su vida ordinaria por sistema, rechazando su responsabilidad para hacerse cargo de vivir más al modo de ellos -sus héroes incontrovertidos-, más conforme al paradigma de las series favoritas de occidente y de oriente.
Regresamos a la vida real a lamentarnos y culpar a otros de nuestros fracasos, esos que nos hacen ser la antítesis del escritor guapito que se casa con la detective sensual e inteligente en las calles de Nueva York.
Nos dejamos crispar y manipular por quienes, usando los medios a su alcance, lanzan bombas de odio, sonrientes y confiados en que nuestra corta visión garantiza intoxicarnos, para luego despellejarnos los unos a los otros generando el beneficio de los agitadores y quienes les comanden o les recompensen.
Nos volvemos súbditos pavlovianos abdicando nuestra inteligencia, voluntad e identidad nacional, carnal, étnica, en aras de justificar nuestros fracasos en la refriega del divisionismo. Odiamos más y más, al que aparezca en contra de lo que he defendido, aunque poco conozca de ello, aunque nunca signifique un porvenir.
Somos la masa enardecida que canta sí, que canta no, y que se sacrifica a sí misma como carne de cañón de la mano invisible del mercado, de la política, del destino de decenas de millones de almas manipuladas en sus carencias espirituales, su fracaso existencial, su miserable imposibilidad de encontrar una Beatriz fulgurante en su deambular por los dantescos infiernos de la vida. Rehenes indefensos del miedo.
Y aunque los agitadores no son de verdad -en cuanto a sus clamores y consignas-, te convencen muy bien de lo que dicen creer hoy, aunque lo niegan mañana. Lo que claman hoy como injusticia, y justifican o minimizan en el sexenio siguiente, o cuando quien les recompensa cambia de color, ideología o estilo.
Los adalides de la justicia terminaron siempre por ser impostores, aunque ni tú ni yo lo advertimos cuando crucificamos enardecidos a algún redentor inocente, cuando masacramos a una etnia entera, cuando apedreamos a la adúltera sin prueba alguna, cuando nos lanzamos a la calle a enfrentar granaderos sin saber quién se beneficiaba de la huelga o el plantón, cuando sorrajamos el tolete en el cráneo de un mexicano como nosotros, obnubilados por la arenga de la sedición, o cuando defendimos a un felón que se enriquece a nuestra costa mientras hundía tu país. Todo, enfurecidamente tupido de memes, mensajes de 280 caracteres, bilis virtual, odio, y más odio nacional.
Hubo un tiempo, por ejemplo, en la España de la guerra civil, en que las discusiones ideológicas de sobremesa llegaban a grado tan radical, que las diferencias entre padres e hijos y hermanos pasaban de las bofetadas para llegar muchas veces a despacharse recíprocamente con una escopeta.
Todo, siempre, ante la mirada pasiva y oculta de aquellos que siguen beneficiándose en base a nuestra miseria humana y pecuniaria, de aquellos que igual de tontos que nosotros se prestan para ser el instrumento de la radicalización que divide a un pueblo que por unión, de pronto, solamente ya es capaz de identificar los muertos del panteón, el día de la independencia, el milage de no requerir un ventilador, y la posibilidad de ver sus series de manera gratuita para evadir la necesidad de forjar un futuro diferente. Dime qué serie ves, y te diré quién eres.
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