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Retrato de un anciano que mira la ventana




El anciano se despierta plácidamente como cada mañana, antes de que sol ilumine el jardín en donde suele reposar por horas, antes de que sus cuidadoras entren a su habitación y lo coloquen cuidadosamente en su silla de ruedas para ayudarlo a ir al baño. El anciano en ningún momento habla, no dice buenos días a pesar de que ellas lo cuidan desde hace años. El anciano se acomoda en su silla de ruedas y avanza sin sorpresa por la nueva oportunidad de amanecer y seguir abriendo los ojos. Y después de un baño quebradizo y frío escoge con un dedo la vestimenta del día, y la luz se va filtrando en un armario repleto de guayaberas, que aclara el deterioro de sus telas.

En el jardín ya tiene preparada una bandeja con jugo de naranja, fruta picada, un jarro de agua de jamaica y el canto matutino de los pájaros. El mismo desayuno de cada día. Pero comienza hacer frío y el anciano no puede estar mucho tiempo en la intemperie. Tendrá que conformarse con ver su jardín detrás de los cristales de su ventana. Su espalda es mirada por pinturas, jarrones y artesanías. Sobre las repisas hay fotografías en blanco y negro, medallas, placas, bustos, reconocimientos. A la distancia, un retrato de su difunta esposa. Altas banderas mexicanas. Memorabilia de sus seis años triunfales.

El anciano escucha a lo lejos que alguien limpia con prisa el polvo de los estantes. No habla. Su concentración se enfoca en el jardín de afuera. Otra persona le informa que hoy tampoco vendrán a verlo sus hijos, ni el resto de su progenie. No, licenciado, nadie ha llamado a la casa. El anciano no responde. La única visita que le importa es la de Ella. ¿Y cuándo vendrá Ella? ¿Será hoy? ¿En la noche? ¿Mañana? ¿O ya vino desde hace rato y ni cuenta me di? Lleva más de treinta años haciéndose esa pregunta. Y Ella no llega, parece que ni siquiera ella quiere verlo. Todos sus enemigos están muertos, otros desaparecieron. Parece que ganó, tanto que luchó contra los emisarios del pasado, pero no se alcanza a ver ningún triunfo en los ojos del anciano. Y el ruido de un avión lejano lo hace alzar la vista, y tal vez el anciano piensa sin inmutarse en los aviones secretos que arrojaban personas al mar. Cada día escucha aviones que sobrevuelan su fortaleza, y el anciano lleva décadas pensando que aquello es una conspiración para castigarlo, para que sienta culpa por crímenes ajenos a su historia, y si tuviera tan solo una pizca del poder que alguna vez tuvo ordenaría que nada opaque su preciado sonido de pájaros, que nada le obstruya la apreciación del cielo azul y sus nubes, pero eso fue hace mucho tiempo, ya a nadie le importa, y cuando arriba solo queda el rastro de las estelas blancas, el anciano mantiene con soberbia su mirada fija de halcón sempiterno. Valiente es quien finge que la pérdida no duele. ¿Y qué es la injusticia?, podría preguntársele. Y él respondería: Que Ella llegue mientras disfruto de la tranquilidad de mi sueño.

Desde la cocina se escuchan las noticias que da la radio y el anciano reflexiona. Él tiene las soluciones a todos los problemas del país. Si tan solo le pidieran consejo.

Si tan solo alguien le preguntara. ¡Cuánto desperdicio de talento y experiencia! Y el anciano pareciera querer decir: ¡Aquí estoy! ¡Aprovéchenme!, que no les voy a vivir para siempre, aunque parezca que sí. Nadie tiene su conocimiento del poder, ninguno lo manejó mejor. Si quería que allá se construyera una escuela, de inmediato aparecía como por arte de magia. Y si la gente le pedía una carretera, en seguida llegaba la maquinaria a talar la selva sin consultarlo con nadie. Y siguiendo esa hilera de recuerdos el anciano se ve a sí mismo como un hombre joven abriéndose paso entre la multitud, y mientras llega a un templete enorme saluda de mano a la gente que quiere tocarlo, y hay ruido de tambores y música y banderas tricolores que ondean y pancartas que llevan sus iniciales y el logo del Partido. Y aquel hombre joven sonríe y saluda, y al llegar al templete alguien le grita Licenciado, aquí está su gente, usted ordena. Y de repente el hombre aparece arriba de un auto descapotable saludando a la multitud que lo aclama bajo cientos de papelitos blancos que caen como nieve, estancándose encima de las cabezas y los hombros. Sus guardaespaldas caminan al mismo paso lento del vehículo. El hombre no deja de saludar. Está contento. Al mismo tiempo, el personal de servicio observa a un hombre en silla de ruedas alzando los brazos ante una ventana vacía.

Y entre tanta memoria poco a poco va cerrando sus ojos, y él piensa que por fin ha llegado el momento, bastante agotador ha sido robarle el oxígeno a los jóvenes, y el ruido de otro avión lo despierta súbitamente trayéndolo de vuelta al mundo de los colores. El anciano se toca el pecho, buscando la banda presidencial que hace medio siglo le ocultaba el corazón. Luego ve su mano, una mano escuálida y fría, más hueso que carne, repleta de venas y lunares. Una mano que ya nadie saluda. ¿Por qué Ella se ha tardado tanto en venir? ¿Por qué parece que soy el único al que Ella no quiere? Y una de las cuidadoras se acerca. Venga don Luis, ya le toca su siesta. Agradezca a dios por haberle permitido vivir un día más. Y se llevan al anciano en silla de ruedas, lo desvisten, y cuando esté acostado en su cama él se preguntará, como cada noche, si a la mañana siguiente se le concederá otra vez la inmerecida oportunidad de volver a abrir los ojos.

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