Xalapa | 2024-05-06
El poder acaba, siempre.
Cuando se extingue llega la hora de hacer las cuentas. La inmoralidad, los excesos, los errores, las ilegalidades, no son nunca una nota al margen contable: son un pagaré.
Eso ocurre hoy en Estados Unidos y mañana pasará en México.
Tal es la importancia de ver a Donald Trump en un tribunal, juzgado por 34 delitos graves.
Bajo las acusaciones, el ruido, subyace un tema toral: la dimensión moral y la ética pública que un presidente debe encarnar como líder de una nación.
La degradación de la política comienza cuando el líder pierde el status de persona honorable, digna, decorosa.
Eso es lo que en realidad se juzga hoy en la democracia más importante del mundo.
Trump sigue los pasos de Sarkozy, Chirac, Berlusconi. Trump es el primer ex presidente de los Estados Unidos en ser juzgado: Richard Nixon estuvo muy cerca, a no ser porque, siempre astuto, en un acuerdo secreto condicionó su renuncia al perdón de su sucesor: Gerald Ford.
Los hombres poderosos de las democracias occidentales olvidaron que su poder era finito en el tiempo y tenía un límite: la ley.
Muchos autoritarios murieron impunes, como Lenin, Stalin, Mao o Castro. Otros no: todos los grandes jerarcas nazis —de Hitler a Goering y de Goebbels a Himmler—se adelantaron a su ejecución recurriendo al suicidio.
Los casos de corrupción o abuso de poder han llevado a la cárcel a infinidad de presidentes latinoamericanos: Lula, Uribe, Fujimori, Zelaya, Correa y, muy reciente, Pedro Castillo entre muchos otros.
Los delitos de todos son comunes: corrupción, abuso de poder o narcotráfico.
México es la excepción. Ningún presidente ha sido juzgado. El gobierno de Vicente Fox quiso imputar a Luis Echeverría, injustamente, el cargo de genocidio. Fue absuelto tras un tortuoso proceso judicial. No hay otro antecedente durante la pos revolución.
Hubo hasta el 2000 un pacto de obediencia y silencio escrupulosamente cumplido. Pero la democracia lo ha cambiado todo.
México no será una excepción más. Ya no somos una isla desconectada del mundo.
A Nixon y Trump los une una íntima convicción que declaró el primero ante el periodista David Frost: ningún acto de un presidente es ilegal. Ambos —Nixon y Trump— se dieron cuenta demasiado tarde que sí: la ley es la ley. Igual hoy, Andrés Manuel López Obrador ha dicho que su poder y su ejemplo moral está por encima de la ley. No es una declaración: es una confesión.
La corrupción ha florecido por todo el país, asombrando a una República acostumbrada a la dictadura del cochupo. Los escándalos brotan como hongos, todos bajo el mismo sello: exceso, cinismo y arrogancia. Sin duda, pero también bajo la lógica de que se reparte el botín, al menos una parte, a una masa importante de beneficiarios sociales que le dan una base electoral al régimen.
El abuso de poder ha sido patente y ostentoso en al menos dos momentos clave: la liberación de Ovidio Guzmán y el manejo negligente y criminal de la pandemia más allá de lo establecido en la Constitución. El resultado fue de 800 mil muertes en exceso, 300 mil de ellas evitables, que convirtieron a México en el 2º país con más decesos del mundo.
Pero resta la cada vez más patente amalgama con el crimen organizado. Existen dos antecedentes de juicios contra ex mandatarios: Manuel Antonio Noriega y, muy reciente, Juan Orlando Hernández, expresidente de Honduras hasta fines de febrero del 2022. Fue detenido en febrero y extraditado a Estados Unidos en abril de ese año.
No hay poder para siempre. No hay aliados permanentes: no en política. En ella, no existen gratitudes, sino necesidades.
El juicio a Trump no es a un hombre. Es a una forma de usar el poder.
Todos los hoy intocables deberían tenerlo muy presente.