Andares

La antesala de la muerte

Xalapa | 2023-10-22

–¡Pásala, Miguel, ándale! –Me gritó Rogelio que se encontraba cerca de la media cancha–. Corrí con mayor rapidez hacia el balón, pero justo al girar el cuerpo, al hacer un esfuerzo sobre humano por ganarle, al contrario, sentí un puntiagudo dolor en la boca del estómago y caí al césped fulminado.

El dolor era muy intenso y mientras me revolcaba intentando controlarlo, maldecía las cervezas y las dos cajetillas de cigarro de la noche anterior. "Sólo a mi se me ocurre forzar la máquina de esta manera a tres días de cumplir 40 años ¡carajo!", pensé.

Samuel comenzó a pegarme en el pecho, pero lo único que ocasionó fue que sus voces se escucharan cada vez más lejanas y antes de perder el sentido, alcance a ver la mueca de abatimiento que se dibujó en el rostro de Eugenio, mi hijo.

–¡Clemente Sánchez Calderón! –Pronunció una mujer por una especie de altavoz; sacándome de mi aturdimiento.

Aunque todavía me presionaba el pecho con ambas manos, mi situación ahora era totalmente diferente; inverosímil, para ser exacto. Al ver a mi alrededor pensé que había muerto, pero no. Me encontraba desnudo de pies a cabeza, formado en una inmensa fila de gente que igual desaparecía delante de mí, que se acrecentaba a mis espaldas.

El lugar era un gran salón, oscuro casi por completo si no fuera por unos focos de luz intensa, dirigidos con gran exactitud hacía los mostradores individuales colocados delante de las filas humanas.

Eran varios módulos atendidos por mujeres vestidas con capa negra y un velo que impedía identificar raza, color o edad. Detrás de ellas, un enorme pizarrón electrónico capturaba la información de cada individuo, en cada caseta.

Al parecer yo no era el único que no entendía nada, porque todos se observaban con miradas desoladas; llorando, miedosos, con rostros de angustia.

Era tal el desconcierto reinante que incluso olvidamos la idea del desnudo. Cuerpos obesos o por lo menos gordos, en su mayoría; algunos flacos, muy pálidos a pesar del predominante color "cafecito" en la piel. Cualquier edad, todas las clases.

–¡Mónica Pulido Santiago! –Llamó de nuevo la mujer del altavoz y su voz llenó el lugar a todo lo ancho y largo de su alto techo.

La mujer pasó a la primera caseta y a pesar de ser parte de esa pequeña minoría de cuerpos esbeltos, musculosos y bien torneados, nadie pareció notarlo, Ella simplemente desfiló, caseta a caseta y sus calificaciones no parecieron ayudarle porque la pizarra marcó: "mal", "mal", "mal", hasta hacerla desaparecer.

Un pequeño completamente mutilado a golpes pasó antes de mi turno. Parecía como si lo hubieran atropellado y aunque a duras penas caminaba, en la tercera caseta, la dama se aproximó a él y tocándole el hombro, le otorgó la salvación.

–¡Miguel Anguiano López! –Gritó la voz anónima.

¡Oh no, es mi turno! Mis pies siguieron el frío mármol hasta toparme con la primera mujer. Escuché que dijo: "alimentación", y el pizarrón empezó a hacer una complicadísima ecuación combinando vitaminas, proteínas, minerales, grasas; carnes, pescados, legumbres y un sin fin de factores más que arrojaron un número siete de calificación.

Iba a alegar porque según yo llevé siempre una dieta balanceada, pero no había lugar a réplica así que pasé a los siguientes módulos.

Y seguían las mediciones en todos los terrenos:

Al ritmo que la lista crecía, los recuerdos galopaban a toda velocidad por mi mente: momentos felices, angustias, pesadillas, carcajadas; el nacimiento de un ser querido, amigos, infancia, muertes cercanas; la fiesta inolvidable, aquella novia jamás olvidada, discusiones vacías, golpes, aciertos, pesares, andares.

Enfermedades... Hígado, pulmón, páncreas, sin mayores alteraciones; corazón débil, paro cardiaco.

Sentí que mi fin estaba muy cerca, sin embargo, el examen continuó.

–¡Siguiente! –Dijo la voz mientras la dama tocaba mi hombro.

–¡Hay Miguel! ¡Qué susto nos pegaste! Pensamos que te nos pelabas.

Alzando los brazos hice un ademán para apartar a la gente que me rodeaba, en busca de oxigeno y ahí, frente a mis ojos, me sonreía Eugenio. Me tomó la mano y con sumo cuidado me ayudó a subirme a la camilla. Juntos atravesamos la cancha, en ningún momento lo solté.

–¿Qué pasa papá? Te noto muy extraño. –Comentó.

–Nada, hijo. Por favor llévame a casa. Sólo quiero ir a casa.

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